"LA SEQUÍA"
(Carlos Salazar Herrera)
(Carlos Salazar Herrera)
Muy parecido estaba a uno de esos “tocadores de ocarina” que
esculpieron sus antepasados. Sin moverse, pasmado, horas y horas en cuclillas.
Piedra con musgo era así su cara, el reflejo de las matas que todavía podían ser
verdes. Al reflejo de las matas que junto a la entrada, afuera estuvo siempre
el indio echando raíces…y el corazón. A fuerza de estar ahí, el indio había
cogido el color del rancho. El rancho, en el vientre de la montaña seca por la
sequía, fue volviéndose sonoro. Rancho horqueteado, amarras de bejuco, hojas de
plátano, corteza de palmito…y tierra. Adentro estaba la india compañera. Charco
de agua clara de esos que repiten a la luna, era por dentro la india. Cosa de
la montaña!. No llovía. Se cansaron los yigüirros de pedir agua. Cayeron las
hojas de los árboles grandes. La tierra y el sol se bebieron el río.
Hojas, hojas, hojas.
Amarillas las hojas que no pudieron sostenerse más. Hojas secas en todos los
rincones de la selva. Secos los bañaderos de los chanchos y el sexo de las
flores. Sin agua los bejucos de agua y la cortadura de los arroyos. Secas las
narices de los animales…. Un corazón y secándose otro. La india fue saliendo
del rancho a pasos torpes. Se detuvo, miró al indio. Miró el rancho. Miró la
picada. Miró otra vez al indio, al indio su hombre. Se acercó a él hasta
tocarlo.
Esperó. Esperó, pero el indio no abría la boca, no se movía. La india se dio a caminar huyendo despacio, muy despacio.
Esperó. Esperó, pero el indio no abría la boca, no se movía. La india se dio a caminar huyendo despacio, muy despacio.

La india vio que el indio no era así. Huía la mujer lento el
paso. En las hojas arrugadas se le hundían los pies hasta los tobillos y en el
pecho una congoja le subía hasta los ojos. No quiso ni pudo dejar al indio
cuando vio a los manigordos, pero ahora sí. Ahora que estaba por tener un hijo…
Ahora si abrazó la huida con todo su cuerpo y con toda su alma. Huía con un
miedo espantoso de que aquel hombre fuera a aplastar a su indiecito con una
mirada indiferente. No quería tampoco a su hijo para ella sola. Quería
compartirlo, pero por partes iguales. Quería dividirlo en dos cariños para que
tocase media tristeza y media alegría a cada uno. Era demasiado para ella sola!
Dios mío! Se han secado todos los ríos!. Para que el indio no fuera a aplastar
al indiecito con una mirada indiferente… Por eso no se lo había dicho. El, su
hombre, no sabía que iba a tener un hijo. Se quedaría por siempre sin saberlo.
El embarazo estaba a la vista. El podría haber adivinado si se hubiera puesto a
mirarla…. Pero el indio no la miraba.
La vereda se extendía
reverberando calor. Largo y sombrío camino como la vida! “Y si lo supiera?
–pensó la india, iluminada la cara con lumbre de ella misma: Tal vez si lo
supiera?- y detuvo la huida. Tal vez lo está esperando!”. Y empezó a caminar,
ahora con dirección al rancho. Caminó ligero… más ligero. Corría. Lo desanduvo
todo. Quebró las hojas arrugadas, que sonaron como campanas pequeñísimas… o
latidos. Qué corto y qué largo es el camino! De allá lejos cogió la casa con
los ojos. Afuera estaba el indio, como lo había dejado. Seguía parecido a los
tocadores de ocarina en piedra. Piedra con musgo. En cuclillas. Color de rancho.
Junto a la entrada, afuera. Echando raíces. Mudo, y el corazón…. Llegó la india
con miedo. Como una de esas perras sin dueño que van a robarse una tajada de
carne. Tuvo miedo. Y el indio sin moverse.
La mujer tragó un puñado
de valor y se lo contó todo. Se lo dijo en una sola frase, y esperó el efecto.
Fue un instante demasiado largo. Cómo dura el silencio!... El indio experimentó
una alegría millonaria de gozo. Toda la vida había esperado. Quiso abrazar a su
india con su indiecito adentro. Quiso lo que no podía decir. Quiso reír,
gritar… No pudo. Quiso abrirse las manos el pecho, para que ella pudiera verlo
por dentro. Quiso darle las gracias… Pero nada dijo. Quedó inmóvil, con la
cabeza metida entre las manos. El indio no podía hablar. No estaba en él. Era
cerrado, con una gran sequía adentro. Así lo había parido su madre. La india
tornó a huir, montaña adentro. El indio todavía quiso llamarla, pero la voz no
le salía; levantarse, pero tenía los pies como raíces. Quedó sentado en
cuclillas, como los tocadores de ocarina. Intentó mirarla, pero vio turbio.
“También me estaré haciendo ciego?” Se restregó los ojos. Estaba sudando. Luego
comenzó a empañarse nuevamente la figura de la india huyendo del silencio.
Aquello no era sudor… Le salía de los ojos.
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